El mundo de la gastronomía amaneció en shock con la muerte del chef franco-suizo Benoît Violier, quien hace apenas dos meses fue seleccionado el mejor chef del mundo. Tenía 44 años de edad, y aparentemente se suicidó. Qué dolor...

Su menú incluía platos copmo “manitas de cerdo del Jura con trufas negras y glaseado con vino de Madeira,” y otras delicias exóticas, como una fantasía de mariscos de la bahía de Saint-Brieuc servido crudo en su concha con un delicado velouté.
No es, duele decirlo, el primer chef que se quita la vida, no pocas veces agobiado por la presión de un mundo que exige perfección, y en el cual los dioses de la culinaria puede ser barridos de un plumazo, por una mala reseña o una crítica despiadada.
Por ejemplo, en 2003 fue encontrado muerto en su hogar Bernard Loiseau, chef y dueño de Côte
d’Or, un restaurante de Burgundy. Según allegados, no pudo lidiar con la posibilidad de perder una de sus tres estrellas Michelín tras unas críticas publicadas en la prestigiosa guía Gault & Millau.
Violier nació en La Rochelle, una ciudad de la costa oeste de Francia. Su ascenso fue astronómico, mejor dicho, gastronómico. Para el octogenario Paul Bocuse, uno de los chefs franceses más celebrados, Violier fue “un gran chef, un gran hombre y un talento gigantesco”. Marc Veyrat, otro peso pesado de la cocina gala, se declaró devastado por la trágica noticia. Nosotros también...
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